Investigaciones sobre las sustancias radiactivas. La tesis doctoral de Marie Curie
Resumen
Con ocasión del Día Internacional de la Física Médica, que se celebra cada 7 de noviembre en conmemoración del año de nacimiento de Maria Salomea Sklodowska-Curie, recibimos en la Secretaría de la Sociedad Española de Física Médica información sobre el libro del que trata esta reseña; me ofrecí voluntario para leerlo y transmitir mis impresiones al resto de miembros de la Junta Directiva. Como verán en lo que sigue, me he excedido un tanto en la interpretación de lo que debían ser unas impresiones, aunque espero que les sirvan para aproximarse a la que, hasta donde sabemos, es la primera traducción de esta obra al español.
Podría pensarse que la lectura de una tesis doctoral, pues eso es la obra que nos ocupa, supone enfrentarse a un documento técnico que implica cierta rigidez formal y, permítanme la licencia, algo de aburrimiento. Nada más lejos de lo que yo he experimentado, pues muy pronto podemos percibir la pasión de la autora que, aun envuelta en el necesario comedimiento de un trabajo científico, desborda los aspectos técnicos del texto. Siendo formalmente impecable, no encontramos en esta obra la aspereza de la mayoría de las tesis actuales; y lo agradecerá enormemente el lector. Ha sido también un gran placer ir descubriendo a lo largo de estas páginas las muestras de agradecimiento y el elogio de la autora a los trabajos y aportaciones de otros colegas a su propia labor. Ejercicio este del agradecer que, siempre insuficiente, en demasiadas ocasiones se torna parco en exceso.
La autora trata sobre muchos fenómenos familiares para los físicos médicos actuales en el momento en que estaban siendo formuladas las teorías que los sustentan, incluso la terminología con la que hoy nos referimos a ellos. Las alusiones al quehacer de los científicos que iniciaron, con su labor, el cambio que experimentó la física en las siguientes décadas son constantes. Del trabajo de muchos de ellos: Rutherford, Becquerel, Thomson, Pierre Curie, Demarçay, Soddy, Crookes..., da un conocimiento directo y cercano que despierta en nosotros la nostalgia de un ambiente que hubiésemos querido vivir. Lo hace, además, con ese humanismo que le permite apreciar, y expresar, la belleza de los fenómenos que estudia; los tonos rojos de un espectro o la elegancia de un experimento, son destacados en breves fragmentos que nos recuerdan que la aventura científica es también hermosa y fuente de placer estético.
Y, sin embargo, esa aventura que acabo de describir con cierto romanticismo, fue fruto de una labor titánica de nuestra protagonista. La simple lectura de los procesos necesarios para purificar y obtener las sustancias con las que trabajó abruma, mucho más pensar en la tarea real que supuso procesar tan ingente cantidad de minerales. Todo esto al tiempo que empleaba delicados equipos electrométricos, radiográficos o calorimétricos para las medidas con esos materiales purificados.
Es inevitable que el lector mínimamente formado sienta emoción al darse íntimas respuestas a algunos interrogantes que nuestra autora se va planteando, a tenor de sus resultados o del análisis de los fenómenos que estudia. Así sucede con las diferencias que describe para las “radiaciones del radio” y las “radiaciones del polonio”, a las que hoy no rodea misterio científico alguno pero que entonces suponían un reto, o la luminosidad de las propias sustancias radiactivas y el cambio de su aspecto con el tiempo. Quisiera destacar entre estos fenómenos la fantasmal presencia del radón, que en ese momento no ha sido descubierto formalmente todavía, y que explica algunos de los hechos experimentales que describe la autora mencionando la hipótesis de Rutherford sobre la existencia de un material gaseoso, al que denomina “emanación”, que procede de ciertas sustancias radiactivas.
Sabrá el lector que el descubrimiento del radón se atribuye a Dorn, que lo menciona en un artículo de 1900 (la tesis de Marie Curie data de 1903). Me resultó raro que nuestra autora hiciese referencia a algunos experimentos de Dorn, pero no al hecho de que este físico alemán hubiese enunciado la hipótesis de la “emanación” que, como se ha dicho, asigna a Rutherford. Así que sentí la necesidad de indagar un poco más sobre este asunto, con lo que pude constatar que el verdadero descubridor del radón, en ese sentido peculiar de haber enunciado por primera vez la hipótesis de su existencia, fue Rutherford, al que, precisamente, Dorn menciona en su trabajo de 1900 en ese papel precursor. Esta digresión muestra lo difícil que resulta a veces atribuir a un científico en particular el descubrimiento de algo; pero cuán pertinente resulta hablar sobre ello al comentar la tesis de una mujer a la que, por fortuna, no le fueron hurtados sus méritos ni por sus contemporáneos ni por la historia.
Hay también en la tesis de Marie Curie una sección dedicada a los efectos fisiológicos de la radiación, varios de ellos experimentados por los propios científicos de manera deliberada. Recordarán de otras lecturas la lesión que Pierre Curie se provocó en el brazo; su esposa describe varias de ellas aquí, provocadas por exposiciones más o menos largas. También describe las inquietantes experiencias sobre la reacción del ojo humano expuesto a las sales de radio.
Como inquietante resulta que, junto al exquisito cuidado en la realización de los experimentos, exista una ausencia total de medidas de protección ante una radiactividad de la que, en esta misma obra y como acabamos de mencionar, ya se establece su capacidad para afectar a los tejidos vivos. Sobrecoge, particularmente a un lector de hoy, la descripción que hace la autora sobre el modo en que todo material en contacto con las sustancias que manipula se vuelve radiactivo y se contamina; naturalmente, también la ropa. Llega a decir respecto de esa contaminación:
En el laboratorio donde trabajamos el problema se ha agravado y no podemos tener ningún aparato bien aislado.
Sin embargo, las medidas de protección solo las aplican para el instrumental, los elementos preciados con los que miden, sin referencia alguna a sus propias personas.
Se cierra esta obra con una sección añadida a la tesis de Maria Sklodowska-Curie titulada “Compañero singular. Maridaje”. Empecé a leerla con cierto mohín, por cuanto me parecía, en contra del propio sentido de este título, desentonado; pero hallé algunos detalles que me cambiaron el gesto. Disfruten también de esas páginas finales, pero no tengan prisa en alcanzarlas.